Nemedjäh

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domingo, abril 24, 2005

(UN POCO DE) NEGRO SOBRE BLANCO

Muy chulo el post del Sr. Absence con motivo del día del libro, toda una gozada y un repaso a obras que a mi criterio son francamente buenas y algunas son imprescindibles para mí. Yo tengo por sana costumbre comprarme algún libro el día de San Jorge (felicidades a todos los Jorges y Jordis), así este año han caído las dos compilaciones de relatos de Conan.
Como homenaje a la palabra escrita y anarroseando la idea de Absence, así empiezan algunas de las novelas y relatos de mi vida; no están todos los que son (innumerable la lista de libros prestados o usufructuados) pero sí están todos los que son. A ver si adivinan los títulos.

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Erase una vez un hombre llamado Orm el Fuerte, hijo de Ketil Asmundsson, un rico terrateniente del norte de Jutlandia. La familia de Ketil se había asentado desde siempre en aquella tierra, al menos hasta donde alcanzaba la memoria de los hombres, y muchos eran los acres que poseía.

Una alegre y suave oleada eléctrica silbada por el despertador automático del órgano de ánimos que tenía junto a la cama despertó a Rick Deckard.

En aquellos días nublados, Robert Neville no podía saber cuándo se ponía el sol, y a veces ellos ya estaban en las calles antes de que él regresara. La hora del crepúsculo estaba unida para él, por los hábitos de toda una vida, al aspecto del cielo, y prefería entonces no alejarse demasiado.

Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuando que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera.

'What's the hour?' The black-bearded man wrenched off his gilded helmet and flung it from him, careless of where it fell. He drew off his leathern gauntlets and moved closer to the roaring fire, letting the heat soak into his frozen bones.

Cuando era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces. "Siempre que sientas deseos de criticar a alguien", me dijo, "recuerda que no a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti".

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.

Después de veintidós años de pesadillas y terrores, de aferrarme desesperadamente a la convicción de que todo ha sido un engaño de mi cerebro enfebrecido, no me siento con ánimos de asegurar que sea cierto lo que descubrí la noche del 17 al 18 de julio de 1935, en Australia Occidental.

Silenciosos como espectros, el ladrón alto y el obeso pasaron junto al guardián muerto, estrangulado con un dogal, tras salir por la puerta forzada de Jengao, el mercader de gemas, y se dirigieron paseando hacia el este, por la calle del Dinero, a través de la leve niebla oscura de Lankhmar, la Ciudad de las Siete mil Veintenas de Humos.

He mirado con sus ojos, he escuchado con sus oidos, y te digo que es el indicado: o por lo menos, lo más adecuado que vamos a encontrar.

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